Domingo 27 del Tiempo Ordinario

by | Oct 12, 2018

Las lecturas de hoy nos hablan de la institución del matrimonio y de la familia. La Primera Lectura (Gn. 2, 18-24) nos habla del momento maravilloso de la creación del hombre y la mujer y del plan original de Dios para la pareja humana.

En el Evangelio (Mc. 10, 2-16) vemos que cuando los fariseos interrogan a Jesús acerca del divorcio, el cual Moisés había permitido en algunos casos, el Señor insiste en la indisolubilidad del matrimonio, sin hacer excepciones.

Es cierto que anteriormente, en el Sermón del Monte, Jesús habla también del tema de la indisolubilidad y pareciera que hiciera alguna excepción:

“Se dijo también: ‘El que despida a su mujer le dará un certificado de divorcio’. Pero Yo les digo que el que la despide -fuera del caso de infidelidad- la empuja al adulterio. Y también el que se case con esa mujer divorciada comete adulterio”. (Mt. 5, 31-32). El comentario de la Biblia Latinoamericana a esta cita es elocuente: “‘fuera del caso de infidelidad’, tal vez se debe traducir: ‘fuera del caso de unión ilegítima’, pues Mateo se refería al problema de numerosos cristianos de su tiempo, convertidos del paganismo, que al entrar a la Iglesia rompían uniones ilegítimas que tenían con personas paganas”. (cf. 1 Cor. 7, 12-16).

Pero en el texto del Evangelio de Marcos que hemos leído hoy, Jesús explica que la permisividad de Moisés se debió a la terquedad de los hombres, “a la dureza de corazón de ustedes”, e insiste en que, en el principio, antes del pecado, no fue así. Y el mismo Jesús recuerda en este pasaje la narración del Génesis, cuando Dios dispuso que hombre y mujer no fueran dos, sino uno solo.

Notemos, sin embargo, que este problema matrimonial frecuente no puede referirse a una falta ocasional de adulterio, en la que la Iglesia invita a los cónyuges cristianos al perdón y la reconciliación, (cf. CDC #1152-1), sino que se trata más bien del adulterio como una condición permanente e incorregible. Pero, aun así, el cónyuge agraviado debe permanecer célibe, salvo que la autoridad eclesiástica respectiva haya declarado inválida la primera unión matrimonial sacramental.

La indisolubilidad del matrimonio siempre ha parecido una exigencia muy difícil de cumplir. En efecto, cuando Jesús insiste en ella, los mismos discípulos exclamaron que era preferible no casarse: «Si ésa es la condición del hombre que tiene mujer, es mejor no casarse.» (Mt. 19, 10).

San Pablo corrobora esa difícil enseñanza de Jesús con una curiosa expresión, la cual nos muestra también que los problemas matrimoniales no son exclusivos de nuestra época: “¿Estás casado? No te separes de tu esposa. ¿Eres soltero? No te cases. Pero si te casas, no haces mal, y si una joven se casa, tampoco hace mal. Sin embargo, los que se casan sufren en esta vida muchas tribulaciones, que yo quisiera evitarles”. (1 Cor. 7, 27-28).

Para cumplir con su misión de esposos y padres, precisamente mediante el Sacramento del Matrimonio, Dios otorga a los esposos cristianos una gracia especial, la cual está destinada a ayudarlos en su difícil tarea de procrear y educar a los hijos, de ayudarse mutuamente, santificándose en medio de los problemas propios de la vida en común. (cf. CIC#1641 y 1642).
Pero, volviendo al problema de las relaciones entre marido y mujer, la Iglesia está atenta a las situaciones difíciles que se presentan a los esposos cristianos:

“En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura”. (CIC #1606).

Aun así, la Iglesia no tiene poder para disolver el vínculo del Sacramento del Matrimonio. (ver CIC #1640).

Entonces puede parecer difícil, incluso imposible, atarse para toda la vida a un ser humano. De hecho, la mayoría de los jóvenes no quieren casarse. Por ello la Iglesia consciente de los problemas conyugales, apunta en el Catecismo: “Existen situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación física de los esposos… Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios, ni son libres para contraer una nueva unión” (CIC #1649).

O sea, no pueden volverse a casar por la Iglesia, a menos que un Tribunal Eclesiástico declare, mediante sentencia de nulidad, que no fue válido el Matrimonio celebrado. Es lo que comúnmente se denomina anulación.

Ahora bien, la llamada anulación no se trata de un divorcio a lo católico. Tampoco significa que se está anulando el Matrimonio, sino que se declara que dicho Matrimonio no fue válido. O sea, la Iglesia no tiene poder para disolver el vínculo sacramental; sólo puede declarar que un Matrimonio no fue válido.

“Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro comete adulterio”. (Mc. 10, 11-12). Eso dijo Jesucristo. Y esto dice el Catecismo: “La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo, que no puede reconocer como válida una nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente…no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación”. (CIC #1650). O a menos que, habiendo la Iglesia declarado como inválido el primer matrimonio, puedan realizar un nuevo matrimonio eclesiástico.

Así que el Catecismo de la Iglesia Católica es bien claro: no pueden comulgar los que estuvieron casados por la Iglesia y ahora están unidos en matrimonio civil, a menos que “se comprometan a vivir en total continencia”. (CIC #1650). O a menos que, habiendo la Iglesia declarado como inválido el primer matrimonio, puedan realizar un nuevo matrimonio eclesiástico.

El Catecismo es nuestra guía, sobre todo en momentos de confusión como los que estamos viviendo. Por más que uno u otro Cardenal, Obispo o Sacerdote, plantee algo diferente al Evangelio y al Magisterio milenario de la Iglesia, ésta no puede cambiar ni la Palabra de Dios, ni la Verdad: si hubo Sacramento, “lo que Dios unió no lo separe el hombre”.

El Evangelio de hoy, muy oportunamente, concluye con un trozo referido a los niños, para completar la imagen de la familia. En efecto, los hijos “son el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de sus mismos padres. (CIC #1652).

De ahí que la consecuencia natural y fin primordial de unión de los esposos sea necesariamente la procreación y educación de los hijos (cf. CIC #1653). Sin embargo, hay otros fines del Matrimonio Cristiano: la ayuda y compañía mutua y la canalización del deseo sexual (VAT II: GS 48, 49, 50; PIO XI: Castii Connubii 37) .

Respecto de la educación de los hijos, el Catecismo nos recuerda por qué se llama a la familia: “Iglesia doméstica”. (CIC #1666): “Los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo”. (CIC #1656).

La unión del hombre y la mujer vive en peligro. Y ahora más, con todas esas propuestas y leyes tan descabelladas que amenazan con destruir, no sólo el matrimonio y la familia, sino la civilización misma.

Recordemos que el Matrimonio es un camino de santidad y, como tal, tiene sus exigencias y cruces. De allí que el Papa Juan Pablo II habló así a los jóvenes reunidos con él en Roma, respecto de la elección de la futura pareja con quien compartir la vida: “¡Atención! Toda persona humana es inevitablemente limitada: incluso en el matrimonio más avenido suele darse una cierta medida de desilusión … Sólo Dios, puede colmar las aspiraciones más profundas del corazón humano” (JP II, 20-agosto-2000).

Fr. A. Francis HGN