SEGUNDA PARTE  LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO CRISTIANO

SEGUNDA SECCIÓN: LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

CAPÍTULO TERCERO LOS SACRAMENTOS AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD

ARTÍCULO 7 EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO

1601 “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen  entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al  bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por  Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (CIC can.  1055, §1)

I. El matrimonio en el plan de  Dios

1602 La sagrada Escritura se abre con el relato de la  creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26- 27) y  se cierra con la visión de las “bodas del Cordero” (Ap 19,9;  cf. Ap 19, 7). De un extremo a  otro la Escritura habla del matrimonio y de su “misterio”, de su institución y  del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones  diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas  del pecado y de su renovación “en el Señor” (1 Co 7,39) todo ello en la  perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (cf Ef 5,31-32).

El matrimonio en el orden de la creación

1603 “La íntima comunidad de vida y amor conyugal,  está fundada por el Creador y provista de leyes propias. […] El mismo Dios  […] es el autor del matrimonio” (GS 48,1). La vocación al matrimonio  se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de  la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a  pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos  en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas  diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanente. A pesar de  que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma  claridad (cf GS 47,2), existe en todas las culturas un cierto sentido de la  grandeza de la unión matrimonial. “La salvación de la persona y de la sociedad  humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad  conyugal y familiar” (GS 47,1).

1604 Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor,  vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a  imagen y semejanza de Dios (Gn 1,2), que es Amor (cf 1 Jn 4,8.16). Habiéndolos  creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del  amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy  bueno, a los ojos del Creador (cf Gn 1,31). Y este amor que Dios bendice es  destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la  creación. «Y los bendijo Dios y les dijo: “Sed fecundos y multiplicaos, y llenad  la tierra y sometedla”» (Gn 1,28).

1605 La Sagrada escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados  el uno para el otro: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2, 18). La mujer, “carne de  su carne” (cf Gn 2, 23), su igual, la criatura más semejante al hombre mismo, le es dada por  Dios como una “auxilio” (cf Gn 2, 18), representando así a Dios que es nuestro “auxilio” (cf Sal 121,2). “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer,  y se hacen una sola carne” (cf Gn 2,18-25). Que esto significa una unión  indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue “en  el principio”, el plan del Creador (cf Mt 19, 4): “De manera que ya no son dos sino una sola  carne” (Mt 19,6).

El matrimonio bajo la esclavitud del pecado

1606 Todo hombre, tanto en su entorno como en su  propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir  también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión  del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio,  la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la  ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede  ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero  siempre aparece como algo de carácter universal.

1607 Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se  origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de  sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios,  tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el  hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos  (cf Gn 3,12); su atractivo mutuo, don propio del creador (cf Gn 2,22), se cambia  en relaciones de dominio y de concupiscencia (cf Gn 3,16); la hermosa vocación  del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra  (cf Gn 1,28) queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el  pan (cf Gn 3,16-19).

1608 Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente  perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la  ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado  (cf Gn 3,21). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar  la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó “al comienzo”.

El matrimonio bajo la pedagogía de la antigua Ley

1609 En su misericordia, Dios no abandonó al hombre  pecador. Las penas que son consecuencia del pecado, “los dolores del parto” (Gn 3,16), el trabajo “con el sudor de tu frente” (Gn 3,19), constituyen también  remedios que limitan los daños del pecado. Tras la caída, el matrimonio ayuda a  vencer el repliegue sobre sí mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio placer,  y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí.

1610 La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del  matrimonio se desarrolló bajo la pedagogía de la Ley antigua. La poligamia de  los patriarcas y de los reyes no es todavía criticada de una manera explícita.  No obstante, la Ley dada por Moisés se orienta a proteger a la mujer contra un  dominio arbitrario del hombre, aunque la Ley misma lleve también, según la palabra del  Señor, las huellas de “la dureza del corazón” de la persona humana, razón por la  cual Moisés permitió el repudio de la mujer (cf Mt 19,8; Dt 24,1).

1611 Contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor  conyugal exclusivo y fiel (cf Os 1-3; Is 54.62; Jr 2-3. 31;  Ez 16,62;23), los  profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión  más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (cf Ml 2,13-17). Los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido  hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos. La  Tradición ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una expresión única del  amor humano, en cuanto que este es reflejo del amor de Dios, amor “fuerte como  la muerte” que “las grandes aguas no pueden anegar” (Ct 8,6-7).

El matrimonio en el Señor

1612 La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel  había preparado la Nueva y Eterna Alianza mediante la que el Hijo de Dios,  encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la humanidad  salvada por Él (cf. GS 22), preparando así “las bodas del cordero” (Ap 19,7.9).

1613 En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo —a  petición de su Madre— con ocasión de un banquete de boda (cf Jn 2,1-11). La  Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de  Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que  en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.

1614 En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original  de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la  autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la  dureza del corazón (cf Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es  indisoluble: Dios mismo la estableció: “lo que Dios unió, que no lo separe el  hombre” (Mt 19,6).

1615 Esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo  matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable  (cf Mt 19,10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de  llevar y demasiado pesada (cf Mt 11,29-30), más pesada que la Ley de Moisés.  Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el  pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva  del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos podrán “comprender” (cf Mt 19,11) el  sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia  del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la  vida cristiana.

1616 Es lo que el apóstol Pablo da a entender  diciendo: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se  entregó a sí mismo por ella, para santificarla” (Ef 5,25-26), y añadiendo  enseguida: «”Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su  mujer, y los dos se harán una sola carne”. Gran misterio es éste, lo digo  respecto a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,31-32).

1617 Toda la vida cristiana está marcada por el amor  esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de  Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5,26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio  cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de  Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el  matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza (cf  Concilio de Trento,  DS 1800; CIC can. 1055 § 2).

La virginidad por el Reino de Dios

1618 Cristo es el centro de toda vida cristiana. El  vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares  o sociales (cf Lc 14,26; Mc 10,28-31). Desde los comienzos de la Iglesia ha  habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para  seguir al Cordero dondequiera que vaya (cf Ap 14,4), para ocuparse de las cosas  del Señor, para tratar de agradarle (cf 1 Co 7,32), para ir al encuentro del  Esposo que viene (cf Mt 25,6). Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este  modo de vida del que Él es el modelo:

«Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los  hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los  Cielos. Quien pueda entender, que entienda» (Mt 19,12).

1619 La virginidad por el Reino de los cielos es un desarrollo de la  gracia bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo,  de la ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el  matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (cf Mc 12,25; 1 Co 7,31).

1620 Estas dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad  por el Reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es Él quien les da sentido y les  concede la gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad (cf Mt 19,3-12). La estima de la virginidad por el Reino (cf LG 42;  PC 12; OT 10) y el  sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente:

«Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la virginidad; elogiarlo  es realzar a la vez la admiración que corresponde a la virginidad. Pero lo que  por comparación con lo peor parece bueno, no es bueno del todo; lo que según el  parecer de todos es mejor que todos los bienes, eso sí que es en  verdad un  bien eminente» (San Juan  Crisóstomo, De virginitate, 10,1; cf FC, 16).

II. La celebración del Matrimonio

1621 En el rito latino, la celebración del matrimonio entre dos fieles  católicos tiene lugar ordinariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del  vínculo que tienen todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo (cf SC 61). En la Eucaristía se realiza el memorial de la Nueva Alianza, en la que  Cristo se unió para siempre a la Iglesia, su esposa amada por la que se entregó  (cf LG 6). Es, pues, conveniente que los esposos sellen su consentimiento en  darse el uno al otro mediante la ofrenda de sus propias vidas, uniéndose a la  ofrenda de Cristo por su Iglesia, hecha presente en el Sacrificio Eucarístico, y  recibiendo la Eucaristía, para que, comulgando en el mismo Cuerpo y en la misma  Sangre de Cristo, “formen un solo cuerpo” en Cristo (cf 1 Co 10,17).

1622En cuanto gesto sacramental de santificación, la celebración del  matrimonio […] debe ser por sí misma válida, digna y fructuosa” (FC 67). Por  tanto, conviene que los futuros esposos se dispongan a la celebración de su  matrimonio recibiendo el sacramento de la Penitencia.

1623 Según la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia  de Cristo, manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren  mutuamente el sacramento del matrimonio. En las tradiciones de las Iglesias  orientales, los sacerdotes –Obispos o presbíteros– son testigos del recíproco  consentimiento expresado por los esposos (cf. CCEO, can. 817), pero también su  bendición es necesaria para la validez del sacramento (cf CCEO, can. 828).

1624 Las diversas liturgias son ricas en oraciones de bendición y de  epíclesis pidiendo a Dios su gracia y la bendición sobre la nueva pareja,  especialmente sobre la esposa. En la epíclesis de este sacramento los esposos  reciben el Espíritu Santo como Comunión de amor de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5,32). El Espíritu Santo es el sello de la alianza de los esposos, la fuente  siempre generosa de su amor, la fuerza con que se renovará su fidelidad.

III. El consentimiento matrimonial

1625 Los protagonistas de la alianza matrimonial son  un hombre y una mujer bautizados, libres para contraer el matrimonio y que  expresan libremente su consentimiento. “Ser libre” quiere decir:

— no obrar por coacción;  — no estar impedido por una ley natural o  eclesiástica.

1626 La Iglesia considera el intercambio de los consentimientos entre los  esposos como el elemento indispensable “que hace el matrimonio” (CIC can. 1057 §1). Si el consentimiento falta, no hay matrimonio.

1627 El consentimiento consiste en “un acto humano, por el cual los  esposos se dan y se reciben mutuamente” (GS 48,1; cf CIC can. 1057 §2): “Yo te  recibo como esposa” — “Yo te recibo como esposo” (Ritual de la  celebración del Matrimonio,  62). Este consentimiento  que une a los esposos entre sí, encuentra su plenitud en el hecho de que los dos  “vienen a ser una sola carne” (cf Gn 2,24; Mc 10,8; Ef 5,31).

1628 El consentimiento debe ser un acto de la voluntad  de cada uno de los contrayentes, libre de violencia o de temor grave externo (cf  CIC can. 1103).  Ningún poder humano puede reemplazar este consentimiento (CIC can. 1057 §1). Si esta libertad falta, el matrimonio es inválido.

1629 Por esta razón (o por otras razones que hacen  nulo e inválido el matrimonio [cf. CIC can. 1095-1107]), la Iglesia, tras  examinar la situación por el tribunal eclesiástico competente, puede declarar  “la nulidad del matrimonio”, es decir, que el matrimonio no ha existido. En este  caso, los contrayentes quedan libres para casarse, aunque deben cumplir las  obligaciones naturales nacidas de una unión precedente anterior (cf CIC,  can.  1071 § 1, 3).

1630 El sacerdote ( o el diácono) que asiste a la celebración del  matrimonio, recibe el consentimiento de los esposos en nombre de la Iglesia y da  la bendición de la Iglesia. La presencia del ministro de la Iglesia (y también  de los testigos) expresa visiblemente que el Matrimonio es una realidad  eclesial.

1631 Por esta razón, la Iglesia exige ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica de la celebración del matrimonio (cf Concilio de Trento: DS  1813-1816; CIC can 1108). Varias razones concurren para explicar esta  determinación:

— El matrimonio sacramental es un acto litúrgico. Por tanto, es  conveniente que sea celebrado en la liturgia pública de la Iglesia.  — El  matrimonio introduce en un ordo eclesial, crea derechos y deberes en la  Iglesia entre los esposos y para con los hijos.  — Por ser el matrimonio un  estado de vida en la Iglesia, es preciso que exista certeza sobre él (de ahí la  obligación de tener testigos). — El carácter público del consentimiento  protege el “Sí” una vez dado y ayuda a permanecer fiel a él.

1632 Para que el “Sí” de los esposos sea un acto libre y responsable, y  para que la alianza matrimonial tenga fundamentos humanos y cristianos sólidos y  estables, la preparación para el matrimonio es de primera importancia:

El ejemplo y la enseñanza dados por los padres y por las familias son el camino  privilegiado de esta preparación.

El papel de los pastores y de la comunidad cristiana como “familia de Dios” es  indispensable para la transmisión de los valores humanos y cristianos del  matrimonio y de la familia (cf. CIC can 1063), y esto con mayor razón en  nuestra época en la que muchos jóvenes conocen la experiencia de hogares rotos  que ya no aseguran suficientemente esta iniciación:

«Los jóvenes deben ser instruidos adecuada y oportunamente sobre la dignidad,  tareas y ejercicio del amor conyugal, sobre todo en el seno de la misma familia,  para que, educados en el cultivo de la castidad, puedan pasar, a la edad  conveniente, de un honesto noviazgo, al matrimonio» (GS 49,3).

Matrimonios mixtos y disparidad de culto

1633 En numerosos países, la situación del matrimonio mixto (entre católico y bautizado no católico) se presenta con bastante frecuencia.  Exige una atención particular de los cónyuges y de los pastores. El caso de  matrimonios con disparidad de culto (entre católico y no bautizado) exige  aún una mayor atención.

1634 La diferencia de confesión entre los cónyuges no constituye un  obstáculo insuperable para el matrimonio, cuando llegan a poner en común lo que  cada uno de ellos ha recibido en su comunidad, y a aprender el uno del otro el  modo como cada uno vive su fidelidad a Cristo. Pero las dificultades de los  matrimonios mixtos no deben tampoco ser subestimadas. Se deben al hecho de que  la separación de los cristianos no se ha superado todavía. Los esposos corren el  peligro de vivir en el seno de su hogar el drama de la desunión de los  cristianos. La disparidad de culto puede agravar aún más estas dificultades.  Divergencias en la fe, en la concepción misma del matrimonio, pero también  mentalidades religiosas distintas pueden constituir una fuente de tensiones en  el matrimonio, principalmente a propósito de la educación de los hijos. Una  tentación que puede presentarse entonces es la indiferencia religiosa.

1635 Según el derecho vigente en la Iglesia latina, un matrimonio mixto  necesita, para su licitud, el permiso expreso de la autoridad  eclesiástica (cf CIC can. 1124). En caso de disparidad de culto se requiere una dispensa expresa del impedimento para la validez del matrimonio (cf CIC can. 1086). Este permiso o esta dispensa supone que ambas partes conozcan y no  excluyan los fines y las propiedades esenciales del matrimonio: además, que la  parte católica confirme los compromisos –también haciéndolos conocer a la parte  no católica– de conservar la propia fe y de asegurar el Bautismo y la educación  de los hijos en la Iglesia Católica (cf CIC can. 1125).

1636 En muchas regiones, gracias al diálogo ecuménico, las comunidades  cristianas interesadas han podido llevar a cabo una pastoral común para los  matrimonios mixtos. Su objetivo es ayudar a estas parejas a vivir su  situación particular a la luz de la fe. Debe también ayudarles a superar las  tensiones entre las obligaciones de los cónyuges, el uno con el otro, y con sus  comunidades eclesiales. Debe alentar el desarrollo de lo que les es común en la  fe, y el respeto de lo que los separa.

1637 En los matrimonios con disparidad de culto, el esposo católico tiene  una tarea particular: “Pues el marido no creyente queda santificado por su  mujer, y la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente” (  1 Co 7,14). Es un gran gozo para el cónyuge cristiano y para la Iglesia el que esta  “santificación” conduzca a la conversión libre del otro cónyuge a la fe  cristiana (cf. 1 Co 7,16). El amor conyugal sincero, la práctica humilde y  paciente de las virtudes familiares, y la oración perseverante pueden preparar  al cónyuge no creyente a recibir la gracia de la conversión.

IV. Los efectos del  sacramento del Matrimonio

1638 “Del matrimonio válido se origina entre los  cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano  los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento  peculiar para los deberes y la dignidad de su estado” (CIC can 1134).

El vínculo matrimonial

1639 El consentimiento por el que los esposos se dan y se reciben  mutuamente es sellado por el mismo Dios (cf Mc 10,9). De su alianza “nace una  institución estable por ordenación divina, también ante la sociedad” (GS 48,1).  La alianza de los esposos está integrada en la alianza de Dios con los hombres:  “el auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino” (GS 48,2).

1640 Por tanto, el vínculo matrimonial es  establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado  entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto  humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad  ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios.  La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la  sabiduría divina (cf CIC can. 1141).

La gracia del sacramento del Matrimonio

1641 “En su modo y estado de vida, los cónyuges cristianos tienen su  carisma propio en el Pueblo de Dios” (LG 11). Esta gracia propia del sacramento  del Matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a  fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia “se ayudan mutuamente  a santificarse en la vida conyugal y en la acogida y educación de  los hijos” (LG 11; cf LG 41).

1642 Cristo es la fuente de esta gracia. “Pues de la misma manera  que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor  y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante  el sacramento del Matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos” (GS 48,2). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de  levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las  cargas de los otros (cf Ga 6,2), de estar “sometidos unos a otros en el temor de  Cristo” (Ef 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo. En  las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto  anticipado del banquete de las bodas del Cordero:

«¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha  del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la  bendición, que los ángeles proclaman, y el Padre celestial ratifica? […].¡Qué  matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo,  una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre,  servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne;  al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne. Donde la carne es una,  también es uno el espíritu (Tertuliano, Ad uxorem  2,9; cf. FC 13).

V. Los bienes y las  exigencias del amor conyugal

1643 “El amor conyugal comporta una totalidad en la  que entran todos los elementos de la persona —reclamo del cuerpo y del instinto,  fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la  voluntad—; mira una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en  una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la  indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a  fecundidad. En una palabra: se trata de características normales de todo amor  conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y  consolida, sino las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de  valores propiamente cristianos” (FC 13).

Unidad e indisolubilidad del matrimonio

1644 El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y  la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los  esposos: “De manera que ya no son dos sino una sola carne” (Mt 19,6; cf Gn 2,24). “Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la  fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total” (FC 19). Esta comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la  comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del Matrimonio. Se profundiza  por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común.

1645 “La unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la  igual dignidad personal que hay que reconocer a la mujer y el varón en el mutuo  y pleno amor” (GS 49,2). La poligamia es contraria a esta igual dignidad  de uno y otro y al amor conyugal que es único y exclusivo.

La fidelidad del amor conyugal

1646 El amor conyugal exige de los esposos, por su  misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí  mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí  mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero. “Esta íntima unión, en cuanto  donación mutua de dos personas, así como el bien de los hijos exigen la fidelidad de  los cónyuges y urgen su indisoluble unidad” (GS 48,1).

1647 Su motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su  alianza, de Cristo a su Iglesia. Por el sacramento del matrimonio los esposos  son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad. Por el  sacramento, la indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más  profundo.

1648 Puede parecer difícil, incluso imposible, atarse para toda la vida a  un ser humano. Por ello es tanto más importante anunciar la buena nueva de que  Dios nos ama con un amor definitivo e irrevocable, de que los esposos participan  de este amor, que les conforta y mantiene, y de que por su fidelidad se  convierten en testigos del amor fiel de Dios. Los esposos que, con la gracia de  Dios, dan este testimonio, con frecuencia en condiciones muy difíciles, merecen  la gratitud y el apoyo de la comunidad eclesial (cf FC 20).

1649 Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial  se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la  Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de la  cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son  libres para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor  solución sería, si es posible, la reconciliación. La comunidad cristiana está  llamada a ayudar a estas personas a vivir cristianamente su situación en la  fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble (cf FC; 83; CIC can 1151-1155).

1650 Hoy son numerosos en muchos países los católicos  que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La  Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo (“Quien repudie a su  mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a  su marido y se casa con otro, comete adulterio”: Mc 10,11-12), que no puede  reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si  los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que  contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la  comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no  pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante  el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que aquellos que se  arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y  que se comprometan a vivir en total continencia.

1651 Respecto a los cristianos que viven en esta  situación y que con frecuencia conservan la fe y desean educar cristianamente a  sus hijos, los sacerdotes y toda la comunidad deben dar prueba de una atenta  solicitud, a fin de que aquellos no se consideren como separados de la Iglesia, de  cuya vida pueden y deben participar en cuanto bautizados:

«Exhórteseles a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la  misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las  iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar sus hijos en la fe  cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de  este modo, día a día, la gracia de Dios» (FC 84).

La apertura a la fecundidad

1652 “Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el  amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y  con ellas son coronados como su culminación” (GS 48,1):

«Los hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de  sus mismos padres. El mismo Dios, que dijo: “No es bueno que el hombre esté solo  (Gn 2,18), y que hizo desde el principio al hombre, varón y mujer” (Mt 19,4),  queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora,  bendijo al varón y a la mujer diciendo: “Creced y multiplicaos” (Gn 1,28). De  ahí que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida  familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines del matrimonio,  tienden a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con  el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su  propia familia cada día más» (GS 50,1).

1653 La fecundidad del amor conyugal se extiende a los frutos de la vida  moral, espiritual y sobrenatural que los padres transmiten a sus hijos por medio  de la educación. Los padres son los principales y primeros educadores de sus  hijos (cf. GE 3). En este sentido, la tarea fundamental del matrimonio y de la  familia es estar al servicio de la vida (cf FC 28).

1654 Sin embargo, los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos  pueden llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente. Su  matrimonio puede irradiar una fecundidad de caridad, de acogida y de sacrificio.

VI. La Iglesia doméstica

1655 Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José  y de María. La Iglesia no es otra cosa que la “familia de Dios”. Desde sus  orígenes, el núcleo de la Iglesia estaba a menudo constituido por los que, “con  toda su casa”, habían llegado a ser creyentes (cf Hch 18,8). Cuando se  convertían deseaban también que se salvase “toda su casa” (cf Hch 16,31;  11,14). Estas familias convertidas eran islotes de vida cristiana en un mundo no  creyente.

1656 En nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso  hostil a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en  cuanto faros de una fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama  a la familia, con una antigua expresión, Ecclesia domestica (LG 11; cf. FC 21). En el seno de la familia, “los padres han de ser para sus hijos los  primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de  fomentar la vocación personal de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a  la vida consagrada” (LG 11).

1657 Aquí es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio  bautismal del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los  miembros de la familia, “en la recepción de los sacramentos, en la oración y en  la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el  amor que se traduce en obras” (LG 10). El hogar es así la primera escuela de  vida cristiana y “escuela del más rico humanismo” (GS 52,1). Aquí se aprende la  paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso  reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de  la propia vida.

1658 Es preciso recordar asimismo a un gran número de personas que  permanecen solteras a causa de las concretas condiciones en que deben vivir,  a menudo sin haberlo querido ellas mismas. Estas personas se encuentran  particularmente cercanas al corazón de Jesús; y, por ello, merecen afecto y  solicitud diligentes de la Iglesia, particularmente de sus pastores. Muchas de  ellas viven sin familia humana, con frecuencia a causa de condiciones de  pobreza. Hay quienes viven su situación según el espíritu de las  bienaventuranzas sirviendo a Dios y al prójimo de manera ejemplar. A todas ellas  es preciso abrirles las puertas de los hogares, “iglesias domésticas” y las  puertas de la gran familia que es la Iglesia. «Nadie se sienta sin familia en  este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos, especialmente para cuantos  están “fatigados y agobiados” (Mt 11,28)» (FC 85).

Resumen

1659 San Pablo dice: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó  a la Iglesia […]Gran misterio es éste, lo digo con respecto a Cristo y la  Iglesia” (Ef 5,25.32).

1660 La alianza matrimonial, por la que un hombre y una mujer  constituyen una íntima comunidad de vida y de amor, fue fundada y dotada de sus  leyes propias por el Creador. Por su naturaleza está ordenada al bien de los  cónyuges así como a la generación y educación de los hijos. Entre bautizados, el  matrimonio ha sido elevado por Cristo Señor a la dignidad de sacramento (cf. GS 48,1; CIC can.  1055, §1).

1661 El sacramento del Matrimonio significa la unión de Cristo con la  Iglesia. Da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a  su Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los  esposos, reafirma su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida  eterna (cf. Concilio de Trento: DS 1799).

1662 El matrimonio se funda en el consentimiento de los contrayentes,  es decir, en la voluntad de darse mutua y definitivamente con el fin de vivir  una alianza de amor fiel y fecundo.

1663 Dado que el matrimonio establece a los cónyuges en un estado  público de vida en la Iglesia, la celebración del mismo se hace ordinariamente  de modo público, en el marco de una celebración litúrgica, ante el sacerdote (o  el testigo cualificado de la Iglesia), los testigos y la asamblea de los fieles.

1664 La unidad, la indisolubilidad, y la apertura a  la fecundidad son esenciales al matrimonio. La poligamia es incompatible con la  unidad del matrimonio; el divorcio separa lo que Dios ha unido; el rechazo de la  fecundidad priva la vida conyugal de su “don más excelente”, el hijo (GS 50,1).

1665 Contraer un nuevo matrimonio por parte de los divorciados  mientras viven sus cónyuges legítimos contradice el plan y la ley de Dios  enseñados por Cristo. Los que viven en esta situación no están separados de la  Iglesia pero no pueden acceder a la comunión eucarística. Pueden vivir su vida  cristiana sobre todo educando a sus hijos en la fe.

1666 El hogar cristiano es el lugar en que los hijos reciben el primer  anuncio de la fe. Por eso la casa familiar es llamada justamente “Iglesia  doméstica”, comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y de  caridad cristiana.